Darío Dupraz: Boca, Athletic y algunas cosas más
El martes 14 de diciembre la comunidad deportiva local despidió a quien fuera directivo e hincha del LAC y asesor del Deportivo Coreano. Recuerdos cotidianos de un apasionado del deporte.
Por Félix Mansilla
Durante más de 7 años Darío Dupraz pasó por varias etapas dolorosas luego de sufrir un ACV. Entre tantas malas noticias, la más jodida de todas fue haber perdido la memoria. Hasta sus últimos días habitó un cuerpo con menos marcas que recuerdos que hoy rearman su personalidad.
Entre un montón de cosas que florecieron en su identidad —Athletic, Boca, las amistades—, aparece una lista íntima e infinita. Darío el hijo de Baba y Carlos, el hermano de Juan Carlos, Osvaldo, Oscar y María Victoria. Darío el tío de Chapa, Analía, Silvina, Leandro, Kichi, Pepito, el Chiva, Ana Clara, Renata, David y Juan Carlos. El amigo del club, el marido de Sandra, el padre de Estefanía, Victoria, Julieta y Candelaria, el vecino de la esquina de 25 de de Mayo y Alsina. De Darío se escucha sobre el cariño y sus pasiones, siempre con otros al lado. Tuvo familia, amigos y un club a tres cuadras de su casa.
Estefanía/Pitu, su hija mayor, lo recuerda como “un hombre feliz que realmente hizo lo que quiso”. Un hombre feliz que andaba con el suplemento deportivo de La Nación y con el periódico La Palabra doblados y listos para comentar en las mesas de El Escritorio. El que salía en los viejos crucigramas de los diarios de acá y el mismo que escribió con regla en un cuaderno viejo la historia efímera de Sarmiento Juniors, club creado junto a los amigos del centro, precisamente en la calle Sarmiento.
Darío conocía nombres, apodos, apellidos y puestos como quien reconoce el canto de los pájaros o conserva intacto el lugar dónde se sentaban sus compañeros de aula. Por eso esta pérdida es también la pérdida de un pedazo de la historia de un hombre que fue junto a otros. Darío tuvo sus otros: en el café, en la calle, en la plaza, en la cancha o en una sobremesa cualquiera.
No es fácil rearmar la historia. Es decir, rearmar su vida porque además del marido, del padre, el amigo, siempre lo reconocí desde otra óptica y fue la de haber sido su sobrino. Entre tantas partes que descubren al personaje, el más cercano que conocí fue aquel Darío: el tío Darío, el Cotorra. El que nos hablaba de fútbol a mi hermano y a mí. “Para marcar a un 9 tenés que hacer así, Nico” y representaba la jugada en el medio del parque de la casa de los abuelos. El que nos cargaba con Boca y se descostillaba de la risa hasta que Sandra o sus hijas le decían: “¡Basta, Darío!” , “¡Cortala, papá!”.
En verano llegaba a la casa de los abuelos con remeras deportivas, pantalón corto y una rodillera en la zurda. Apenas pateaba la pelota con nosotros: una quebradura que derivó en flebitis lo dejó sin poder jugar al fútbol de entrecasa. Darío tenía un andar movedizo tipo pato rengo y le decían el Cotorra —nunca mejor puesto— por su verba rasposa cada vez que curioseaba algo y pedía “cuenten, cuenten che”.
Aún en momentos con desmemoria, él tiraba alguna pregunta en contexto y sobre todo, cuando hablaba de fútbol. A mi viejo. “Che, Alberto: ¿Qué es de la vida de Fausto Piastrellini? ¿es verdad que ahora anda por Ayacucho? Juega en la liga de allá me enteré”. Y todo eso era verdad. “¿Y Alfredo, el papá qué dice? En Athletic hizo varios goles el Flaco, eh”. A mi abuelo, mucho antes de todo: “Che, Lalo vos decís que sos hincha del equipo que juega mejor, pero siempre hinchás para Boca, juajuajuá”. A mi vieja: “Daniela, ¿qué se sabe sobre el arranque de los corsos en Salvador María?, ¿cuántas carrozas hay? Me crucé a Jorge Rossini y dice que no se sabe nada. Contá algo”. A mi hermano: “¿A vos te dicen Yepes porque jugás abajo o porque te hacen muchos caños?”. A mí: «Andá a todos los entrenamientos, pateá la pelota todo el día y si no hay nadie para para jugar, tirás contra la pared».
Darío el tío llegaba con regalos y cargadas y jodas. Una bicicleta a los 5, un auto de rally, una pelota del Mundial Francia 98, un ejemplar de revista Rolling Stone argentina con Los Beatles en la tapa y un televisor Philips de 14” con el que vimos el Mundial de Japón 2002. Darío nos pasó esa miniatura para que miremos el Mundial por TV luego de que casi prendí fuego mi casa y liquidé un Daewo de 29 pulgadas.
Pitu cree que la falta de un hijo varón y su imposibilidad de practicar y hacer deportes, hizo que les transmitiera su pasión a las cuatro. “Él era un convencido no sólo de lo bueno de hacer deporte sino también de los valores que transmite para toda la vida”.
Darío empilchaba impecable, colorido. Fue directivo del LAC y manager del Deportivo Coreano que en vida lo homenajeó con la tribuna que apunta hacia la ruta 205 y lleva su nombre. Ahí el deporte, el fútbol y la pasión de un hombre entre muchos, imprimió eso que es difícil de explicar: la identidad. Quién fue, qué dejó, qué recordamos ahora cada vez que Darío aparece en conversaciones.
Hace poco más de siete años que Darío comenzó con problemas de salud que lo alejaron de una de sus marcas natas: la memoria. Un archivo de apellidos-nombres-sobrenombres anidaban su cabeza y si la persona jugaba al fútbol, sabía en qué puesto y su historial. En ese tiempo de memoria frágil fue dejando de ser el marido y el padre: dejó de reconocer a las personas salvo en momentos vagos de lucidez. En estos años sin Darío, escuché de su familia, de sus cinco mujeres, una definición que a un mes de su partida definitiva lo narran como le salió la vida: fue curioso, fue conversador y espontáneo.
Sucedió muchas veces que en las visitas de sus hijas al hogar donde residió un largo período, Darío ya no recordara caras ni asociara cercanías. Pero hay buenas anécdotas para entender de qué estaba hecho. La primera la contó Carlos Tunstall, amigo y compañero en las andanzas de Atlhetic. En la charla-entrevista para El Autógrafo de agosto 2021, Carlos habló de la fortaleza de Sandra y de sus cuatro hijas. Aún sabiendo que Darío ya no estaba como antes, él decidió visitarlo.
Darío estaba en su cama. Carlos llegó y le preguntó: “¿Sabés quién soy o te vas a hacer el boludo?”. Darío meneó la boca para un costado como solía hacer para responder lo obvio. “Y quién vas a ser: el Gordo Tunstall”, le contestó. Carlos quedó impactado, pero no se sorprendió: “Nos conocíamos del club”.
Pitu vuelve sobre la identidad y el fútbol en Darío. “Al principio iba a visitarlo a papá con miedo de que no me conociera o que pensara que era una extraña. Eso pasó algunas veces”. Como el lenguaje que sobrevive aún en la desmemoria, la pasión y la pertenencia quedaron marcadas como rayas en la pared. Pitu grafica. “Una vez un amigo se acercó a verlo y pudo cruzar algunas palabras y nos contó que papá le preguntó: ‘¿Hoy es domingo?, ¿A qué hora juega Boca?’”.
Era apasionado, cabulero y supersticioso. Así lo contó en una sobremesa en lo de mis abuelos. “Yo tendría 10 ó 12 y en casa estábamos mirando un partido de Boca. Y le dieron un penal y mis hermanos me mandaron a la pieza, porque decían que la otra vuelta no había sido gol por mi culpa. Me llevaron medio a los empujones y yo me quedé solito, quietito, sentado en mi cama. Y se hizo silencio y no escuché más a ninguno. Y por ahí se vino el ruido de goooool y salí corriendo a gritar con ellos”.
Pitu también recordó que aquella superstición de su infancia la continuó desplegando con ellas. “Cuando miraba los partidos en casa tenía como ritual que si de repente alguna aparecía durante el partido y le hacían un gol a Boca, te tildaba de mufa y te obligaba a verlo en otra parte de la casa, lejos. Se ponía terrible”.
Otro domingo cualquiera, Darío de sobremesa. “El domingo pasado llevé a Vico a la Bombonera. Estaba fascinada con las banderas y los papelitos. Y después de un gol de Palermo que no vio, me dijo: ‘Papá, ¿Acá no hay repetición?’”. Otra tarde con Julieta y Candelaria a upa, decía mirando a Julieta: “Vos sos —guiño de ojo, boca torcida— la Dupraz que mejor juega al hockey”. A lo que Julieta contestaba: “Pero papá, eso le dijiste recién a Candelaria». Darío remataba: “Lo que pasa es que están a upa las dos”. Y tiraba la frase de siempre:
—“¡Sandra, hacé algo con estas chicas!”.
Otra postal de Darío aparece. Se lo ve apoyado en los tejidos con las manos calzadas en los rombos del alambrado. Un hombre que mira partidos de fútbol en cualquier cancha de la Liga o el que conversa con alguno en los tablones de la cancha de básquet en Athletic. El mismo que no tuvo un hijo varón, pero apostó por sus cuatro hijas en el universo del hockey.
Pitu vuelve sobre sus años en el hockey. “Hace mucho, formé parte de un seleccionado de hockey de un proyecto de Cachito Vigil en Mar del Plata. Yo entrenaba un lunes al mes y papá se levantaba a las cuatro de la mañana, me despertaba, prendía el auto y me llevaba hasta Mar del Plata. El entrenamiento era de nueve a seis de la tarde. Él se quedaba observando el entrenamiento las nueve horas. Me acompañó a competir a Chile, a Mendoza, Trenque Lauquen y cuando yo jugaba en Buenos Aires venía todos los sábados a verme”.
Con Julieta, la tercera, Darío hizo lo mismo e iba a verla todos los partidos. “Religiosamente lo hacía”, cuenta Pitu. “El tipo jamás me dijo algo negativo: yo estaba en la cancha y siempre lo veía que observaba el partido y en los regresos me hablaba de cosas para corregir, pero nunca me generó presión: era un tipo al que el deporte lo movilizaba un montón”.
Hace mucho Darío, el tío, me invitó a ir a la Bombonera. “¡Vas a ver a Maradona desde la platea!”, insistió, me sedujo. Lo miré a mi viejo y él puso cara de “manejate vos”. Dije que no y Darío se confesó: “Menos mal, estaba probando si eras un verdadero gallina”. A la vuelta, en casa, mi papá me dijo: “Menos mal, Cabeza. Me ibas a romper el corazón”. La joda de Darío la sentí como una prueba superada. Eran los tiempos de Diego con la franja amarilla en la cabeza. Darío no se perdía ningún partido del Xeneize.
Pitu y otra marca de su padre. “Algo que siempre recordamos de él es que cuando volvía los domingos de la cancha y Boca había perdido, nosotras sabíamos que no podíamos dirigirle la palabra porque volvía hecho una fiera. Vibraba de esa manera con sus pasiones”.
Llegan otras anotaciones. Un domingo en la casa de la abuela nos invitó a escuchar un cd que había conseguido. “Una joyita de tu época, Alberto”, anunció. En los parlantes del auto sonó «Rebel in me» de Jimmy Cliff que por aquellos años fue la música de una publicidad de cigarrillos L&M. En el estribillo Darío cerró los ojos y tarareó desafinado. Los tres nos reímos y salimos para el living porque la abuela avisó, “vamos que está la comida y se enfría”.
“Papá era un loco del deporte”, dice Pitu. Con la voz medio ronca, sigue. “Todos los días, de lunes a viernes, creo que si cenaba en casa una vez era mucho. Todos los días tenía alguna reunión de alguna subcomisión. Se iba al Fitti Ferro a ver algún partido de tenis y después se quedaba a comer. Los sábados, desde las 9 de la mañana, estaba firme en la cancha de hockey”.
De memoria, Pitu continúa con el raid del Darío deportivo. “Los domingos se recorría todas las canchas de fútbol para ver a todas las categorías. Cuando fue tesorero de Athletic, tenía los martes reunión de la Comisión y cena también. Es decir, todos los días tenía una actividad deportiva”.
Los domingos era Boquita y Boquita y se iba a la Bombonera. “Desde chiquitas nos hacía poner la camiseta de Boca”, cuenta Pitu. “Nos turnábamos para que nos lleve a la cancha un domingo a cada una para que sea lo más equitativo. Nos decía que podíamos ir a la cancha, pero nos tenía prohibido putear”.
“Ahora mismo recuerdo que fue quien nos explicó qué era el off side, qué paciencia”. Pitu habla por ella y sus hermanas. “Su historia fue la de un apasionado: el deporte, Boca, Athletic, súper comprometido con Deportivo Coreano”.
Para el cierre, Pitu desteje conversaciones pasadas y por las cinco consuma. “Yo no sé si él lo hacía para escapar de las cinco mujeres que tenía en casa, pero para papá el deporte fue todo”.