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Retrato de un loco hermoso

Retrato de un loco hermoso

 “Por cualquier hombre del mundo, por cualquier casa”. (S.R)

La primera vez que vi al Loco Castellanos, era invierno y la mañana estaba nublada. Desde la ventana del frente de casa lo vi pasar colgado de la cabina de un tractor de la Junta de Fomento. Llevaba una gorra de lana negra, la barba como el Náufrago, guantes de cuero y una campera azul tipo muñeco de Michelin. Iban con él Roberto y el Chimango, sus compañeros de trabajo. Esa mañana habían mejorado con la retro la calle 5 que en aquel tiempo era de tierra. Desde la ventana vimos que dejó saludos para todo el barrio imitando el gesto de las princesas de carnaval. Mi mamá me dijo que era el Loco, esposo de Elba y que tenían muchos hijos.

De chico pensaba que toda la gente que iba a mi casa o que charlaba en la vereda con mis viejos, eran familiares lejanos. Estaban en el paisaje diario y los cruzaba por todos lados: en la carnicería de los Poggi; en la panadería de Moscoloni, en el Baby o en el mercado de Ofelia. Y todos preguntaban por mis cuatro abuelos, mis tíos y primas y desde abajo pensaba: “¿De dónde nos conocen?”.

Y existen otras partes complicadas en un pueblo: los nombres y los apodos. Hay que aprenderse aquellos que no se pueden decir frente al apodado. Por esa época, había uno al que le decían el Pata filosa porque era un chueco pies flacos muy bueno para el baile, pero nadie lo llamaba así. Había un rumor sobre que una vez en la cantina de Defensores le dijeron Pata Filosa y se armó. A otro que le dicen Pichuco no lo podía sacar, no sabía quién era y, mientras los grandes jugaban al fútbol en la canchita de la Valentina frente a casa, mi mamá me decía en la vereda: “Es ése que está ahí jugando ¿Cómo no lo vas a tener a Pichuco, si la otra noche conversó con papi en el Baby?”. Le decimos Pichuco y se llama Aníbal como Troilo, hoy es el DT de la Reserva de Defensores. Otro era Agapito, pero no se llama así: así le decían por su abuelo, el recordado Agapito Nievas. Su nombre es Roberto, quien fue junto al Loco, uno de los formadores de pibes con la pelota en Defensores.

El Loco Castellanos, en cambio, fue siempre el Loco y nunca Jorge. Es así hasta el día de hoy, cuando hace más de dos años que partió. Elba, su esposa, era la única persona que lo nombraba como Jorge. Para el resto de nosotros era el Loco a secas. Y al Loco lo cruzábamos todos los días, porque era empleado de la Junta y el galpón de los tractores y el regador estaba justo atrás de casa. El Loco chiflaba fuertísimo la Lambada y todo el piberío del barrio enloquecía a cualquier hora. Tiempo más tarde descubrimos que también era un Rey Mago. Y después de eso, empezó a ser el Loco, el DT de las Inferiores del club.

Loco Castellano

El Club Defensores de Salvador María, fue fundado el 2 de junio de 1930. Su cancha tuvo tres ubicaciones distintas hasta aterrizar en el final de la Avenida Topa. En el libro Historia del Deporte Lobense de Miguel Schiel, Mirta, hermana de Jorge, explica que la primera cancha estaba en cercanías del matadero de la familia Poggi; la segunda atrás de los campos de la estación de trenes y la tercera en el fondo de la sede social. Desde tiempos remotos, el apellido Castellanos aparece en las nóminas del Club Defensores. Y Jorge, el Loco, siempre jugó de defensor. Hijo de Lilo (jugador del Verde) y Elsa, nació en octubre del 53, y es el menor de tres hermanos: Luis y Mirta. Se casó con Elba Somay, un 23 de enero del 74, y tuvieron seis hijos y 9 nietos. Son una banda los Castellanos.

El Loco comenzó, entonces, a ser parte de esa familia de los de afuera de casa. Mi vieja me contó que Elba y Jorge habían sufrido la muerte de su hijo Damián, de quien recuerdo aún su cara. Damián tenía los ojos del Loco y el color de piel de Elba. Era sordomudo de nacimiento, despierto y bicho. En casa cuentan que desde la Dirección del colegio le mandaban comunicaciones en el cuaderno sobre su mal comportamiento y que Damián falsificaba las firmas de sus viejos y se mandaba otras engañifas por el estilo. Murió tras un accidente con una escopeta jugando con un amigo. Fue la primera vez que vi rastros de sangre en el piso. Pasamos con mi abuela Elida, fue a pocos metros de la entrada del Club Defensores. Su muerte conmovió y agitó las penas en el pueblo. En diciembre 2021, se van a cumplir 30 años de aquel episodio. La familia Castellanos sufrió, pero también se fortaleció.

El Loco de la Junta con campera Michelin, pasaba todas las mañanas en el tractor de la Junta y nos gritaba algo y sin verle la sonrisa tapada con tanta barba, sus ojos verdes y grises nos indicaban alguna picardía. Seguro alguna puteada. Le salían bien, eran puteadas inofensivas.

Loco

Un mediodía en la mesa, mi viejo nos dijo a mi hermano y a mí que en la cancha del Club Defensores iban a empezar a ir a jugar al fútbol todos los martes y jueves. Que nos iban a entrenar el Loco y Roberto. Así que en una tarde de primavera una bandada de treinta pibes nos apostamos en la sombra de uno de los paraísos que dan al arco que mira a la iglesia de lejos. Cuando llegamos había muchos compañeros del barrio y de la escuela, pero también otros muchachos que de abajo se veían re grandes. Entonces, llegaron el Loco y Roberto (en los entrenamientos nada de Agapito) y nos explicaron que la idea era que nos preparemos para cuando nos toque jugar a los de las categorías 84 a la 88. Hablaron de que habían mandado a hacer las camisetas y que invitáramos a otros chicos del colegio para que se sumen para representar al club. Antes de que el Loco le pegue un chumbazo a una Tango marrón que voló por los aires, nos dijo: “Diviertansé”. Todos miramos para arriba y con la Tango en el piso arrancó el primer picado.

Los categoría 87-88 teníamos que esperar para arrancar en la Quinta. No completábamos al principio, pero eso no nos sacaba las ganas de entrenar y aprender con el Loco y Roberto. Ahí fuimos entendiendo cosas que duran para toda la vida: el significado de la solidaridad y la importancia de organizar los conitos, revisar el aire de las pelotas, que no falten los bidones con agua o ayudar a juntar el pasto de la cancha que cortaba Carlitos Arévalo.

Ahí, en una de las áreas, en algún momento y por diversas circunstancias, todos fuimos reconocidos por algo: alguna jugada mágica, un golazo o porque alguno disuadió alguna pelea de algún grandote con un chico. Para eso, el Loco tenía un método del que todos aprendimos también. Si dos empezaban a insultarse o a pegarse de más, el Loco paraba el partido y medio en joda medio en serio, los retaba fuerte y después metía un cambio. “Ahora jueguen en el mismo equipo”, decía. Y la magia sucedía y los dos que antes se habían insultado madres y hermanas, empezaban a buscarse sin piñas ni codazos sino con pases cortos, en paz.

Loco Castellano

Fue otro mediodía de julio. Un jueves de regreso de Cañuelas por la 205. Esa vez en el auto de mi compañero Jerónimo. Tomamos la ruta y en el camino vi tres llamadas perdidas de mi abuela. La llamé y me comunicó que había fallecido el Loco Castellanos. Ella dijo Jorge y después el Loco. Antes de cortar, la abuela me dijo que lo quería tanto. “No sé, era de esas personas buenas, divertido, medio picarón”. Jerónimo percibió mi pena, preguntó sin querer y en ese momento le aclaré que seguro iba a llorar. “Me acaba de avisar mi abuela que murió mi primer entrenador: el que nos enseñó a jugar a la pelota”.

Seguimos en silencio y en menos de dos segundos vi pasar pedazos de mi vida por la ventanilla. El fondo del patio de casa, las pescas de dientudos en el canal, los picados en la Valentina y los entrenamientos en la cancha de Defensores. En esos paisajes que se ven como fotos aceleradas, la figura del Loco Castellanos aparecía entre nosotros, de yoguin azul tres tiras, con alguna leve maldad para hacernos entrar. Un Cristo barbudo, de pueblo, siempre con la buena: chistes, puteadas, palabras entre eructos para romper el hielo. Gritos y carraspera en el medio de la cancha cualquier martes o jueves de nuestras vidas con fútbol y personas.

Contaba bolazos espectaculares. Fue el DT de un equipo de baby con jugadores de Salvador María en el campeonato en Pedernales.

“La otra noche casi se me armó con la Elba. Fuimos a Pedernales y estos indios ganaron y nos quedamos en la cantina como hasta las 4. Llegamos tipo 6, de día ya. Y cuando estoy por acostarme, me escucha la Elba y me dice: ‘Jorge, ¡mirá la hora que es! ¿de dónde venís?’. Y yo le dije: ‘Gorda, no me vas a creer. Los chicos empataron y nos quedamos definiendo por penales’”.

Y nosotros nos desencajábamos de la risa.

En la calle cuando volvía del trabajo, nosotros éramos una banda antisiesta. Las tardes se nos iban en los hangares abandonados de la estación de trenes, escondidas en los cañaverales o algún 25 en la cancha de Defensores con reunión final en el puente que parte la avenida Topa en dos. Ahí pasábamos el rato y a los que yiraban por la calle le pegábamos algunos gritos.

A eso de las cuatro, en sus bicis viejas y mansas, pasaban Roberto y el Loco. Al primero no le decíamos nada, sabíamos de su humor. Y para el Loco teníamos dos. La primera decía: “A Loco lo corrieron y se dejó de loquear”. El Loco inmutable, entonces, contestaba con algún improperio verde. Metros más allá, nos poníamos de acuerdo y entonábamos una canción de Gilda para el Loco. “Jeeeeee-su-cristo, Jeeeee-su-cristo, Jeee-su-cristo yo estoy con vos”.

En medio de cada recuerdo, el Loco aparece desde esa esencia: noble, jodón, hincha bolas. Parece poco, pero cada sábado que viajábamos a los partidos —en un colectivo alquilado o repartidos en varias camionetas—, el Loco nos brindaba calma, porque así se tomaba las cosas. En la ida caminaba por los pasillos del colectivo y nos gritaba: “¡Hablen callados!”. Y de vuelta nosotros nos matábamos de la risa. Desde el fondo alguno lo cargaba con San Lorenzo y él replicaba con cualquier barbaridad que nos dejaba picantes. “¿Qué querés? Son gallinas y bosteros asquerosos”.

Ni en las peores derrotas que supimos cosechar nos trató de inútiles o inservibles. Nos decía cosas como: “Tranquilos que la próxima fecha, si nos hacen 3 vamos a estar mejor que hoy que nos comimos 5”. La verdad es que no reíamos como en la ida, pero creo que nos enseñó también que de eso se trata el asunto también: reír y joder, aún en la derrota. Mi hermano lo tuvo como Técnico al Loco en la Sexta y siempre recuerda que después de cada charla antes del arranque no se olvidaba de avisarles sobre que también había que divertirse un poco. Puede resultar exagerado, pero jamás se va a olvidar de los grados de inyección anímica un chico al que desde la raya, cuando anticipaba la jugada con la 6 en la espalda, el Loco le gritaba: “Y saaaaale, Yeeeepes”. Y a la siguiente jugada: “Eeeesa, Yepes. Reviente, Yeeeepes”. Tenía esas cosas.

Junto a Elba, pasaron el resto de sus días y tuvieron 6 hijos (3 mujeres y 3 varones). Verlos llegar juntos a la cancha o a los festivales en Defensores siempre nos remitió fortaleza de equipo. No era raro verlos pegados en las paradas, en los asientos de adelante del colectivo o bailando folklore con la peña del club. Uniones así son de las potentes. Elba y el Loco volvían en el tren. Ella se dio cuenta que un muchacho los miraba y apuntaba cosas en una libreta. Cruzaron algunas palabras típicas: de dónde somos, a dónde vamos, por qué estamos acá, etc. Antes de bajar en alguna estación de las urbes, el flaco les dejó un dibujo con el retrato de una pareja en el asiento de un tren. El artista captó lo evidente pero invisible y lo plasmó con simples trazos. En la imagen los dos aparecen felices y amontonados.

Hoy cuando cuento a la gente futbolera que jugué en Defensores de Salvador María, enseguida me preguntan si conocí al Loco Castellanos. Alguno o alguna que supo de él, rearma toda una familia vinculada al fútbol. Ariel Castellanos, jugador con inferiores en San Lorenzo; Luciano “Bolita” Castellanos, experimentado enganche del Verde, hoy DT de la Primera y Jonathan “el Topo” Castellanos, nieto del Loco que hizo inferiores en el Cuervo y de regreso se convirtió en el primer técnico en sacar campeón a la Primera del club en más de 80 años de vida.

Estadio José Ertini, agosto 2019. Al costado de la cancha, en el banco del local, el Topo y Bolita Castellanos, se funden en un abrazo. Gritan, giran, lagrimean: el juez acaba de terminar el partido que consagró a Defensores campeón de Primera por primera vez en más de 80 años de historia. Sobre aquel partido, el Topo recordó que su abuelo, el Loco, les decía cuando arrancaron que eran unos perros que no le iban a ganar a nadie. “Y le erró”, dijo el Topo. Y de nuevo la importancia de una herencia familiar asociada al fútbol en Salvador María. “Va a ser un recuerdo importante para la historia de mi familia este campeonato”.

Una vez un tipo con el que hablamos del Loco, se preguntó: “¿Por qué este tipo hace esto?”. Le dije que los Castellanos eran una familia muy futbolera, que Lilo había jugado en Defensores y que fue directivo, Bolita y el Topo grandes referentes, pero no le alcanzó. “Puede ser”, dijo, “pero lo del Loco va más allá: acompaña al nieto a todos los entrenamientos en San Lorenzo desde hace añares, entrena martes y jueves… le tiene amor a todo esto”, concluyó. Esto, el fútbol y las personas.

El Loco: un tipo feliz que a su modo expandió amor. Y Risas. En cada corso era parte de una carroza: de gaucho, de cavernícola. Era el personaje, era el paisaje. Asaba los chorizos en la cantina del baby, hacía de rey mago o te arreglaba la calle. Te pegaba un grito alentador, también alguna puteada amistosa o se te quedaba mirando serio, barba tupida, inmutable. Bien de loco.